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Microrelato «Vientre» de Irene Camacho

TravelQuinto

12067368_1051665608200858_1888775996_nMadrileña de nacimiento pero andaluza de corazón, así la describen sus amigas. Todavía se extraña cuando sale a la calle y  le preguntan «¿De dónde eres?». Hace tres largos años que Irene Camacho cambió el ruido de la carretera M-40 (de Madrid) por el del Parque de los Pinos de Montequinto. Ella dice que todos llevamos, como mínimo, una novela dentro: la de nuestra propia vida. En la suya podemos ver que después de vivir un año y medio en Alemania, pasó de las salchichas a las medias con jamón y tomate. Y que ahora no podría ser más feliz.

Irene Estudió Filología Hispánica en la Universidad Autónoma de Madrid y tiene el Máster de Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla. Este es el segundo año que está en el taller de Escritura Creativa que organiza la Delegación de Igualdad del Ayuntamiento de Dos Hermanas. Sus compañeras y amigas no sólo escriben juntas y se ayudan con los textos sino que comparten sus vida. Hacen exposiciones e incluso se reúnen con mujeres de otros cursos de vez en cuando.

Ha escrito un libro de relatos titulado “Los trapos sucios no sólo se lavan en casa”, en el que emplea la técnica del minimalismo del autor del Realismo sucio Raymond Carver.

Le encantan  las historias de superhéroes (su favorito es Batman), las camisetas frikis y echar partidas de juegos de mesa con su pareja. En su Facebook comparte frases de autoayuda y de humor: no tiene término medio. Practica yoga y es intolerante a la lactosa. Actualmente está escribiendo un libro de relatos y microrrelatos. Su lema es: “Todo lo que das, el Universo te lo devuelve”.

Nos envía su microrrelato llamao “Vientre”, un precioso texto de ficción que, al igual que un trozo de espejo roto, nos devuelve un pedazo de realidad.

VIENTRE

Inclinada sobre el fregadero, Juana pasaba el estropajo por lo platos sucios. Tenía las manos desnudas. Enjuagó el segundo vaso de cristal y lo dejó en el escurreplatos, al lado de los dos platos. Eran de color blanco. Sin dibujos. Sólo se oía el ruido del agua del grifo. Y, de vez en cuando, su respiración entrecortada. El fregadero estaba hasta la mitad de agua. Las lágrimas le caían por las mejillas. Algunas resbalaban por su cuello. Otras, sin embargo, caían en la encimera, sin llegar a tocar el agua. Metió la mano hasta el fondo del fregadero y tiró del tapón. El agua le llegaba hasta medio brazo. Con el dedo índice rozó la punta de un cuchillo. El cuchillo de su marido. Lo utilizaba para cortar la carne. Juana se miró el dedo. Sangraba. Se lo llevó a la boca y lo chupó. Tenía una pequeña herida en la yema, cerca de la uña. Sintió el sabor metálico en la boca. Cuando terminó de limpiar los cuatro cubiertos, se secó las manos en el delantal a la altura de su vientre plano. Se lo quitó. La casa estaba en silencio. El sol entraba por la ventana. Eran las cinco de la tarde. Atravesó el salón y se paró en mitad del pasillo. La puerta de la habitación derecha estaba abierta. Ella siempre la dejaba cerrada. Entró. La luz iluminaba la habitación. La cuna estaba vacía. Las mantas, de color azul, hacían juego con el color de las paredes. A sus pies había dos cestas de pañales. Estaban cerradas, sin abrir. El sol lo iluminaba todo. Juana se sentó en el suelo, al pie de la cuna, y se cubrió la cara con las manos. Y lloró.

Irene Camacho

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